La muerte no pilla de nuevas a nadie. Que esto tiene fecha de caducidad es algo que viene bien clarito en el contrato de la vida: tal como venimos, un día, nos iremos y veremos cómo otros se van. La vida tiene principio y tiene fin, nos guste menos o más, lo llevemos mejor o peor, y eso no es ninguna sorpresa.

Sin embargo, cuando la muerte toca de cerca y vemos vidas que se van es inevitable que volvamos a pensar en ello como si no supiésemos que existe, como algo inesperado por lo que esperamos nunca tener que pasar. A los que, como yo, creemos en el Cielo nos queda la esperanza del descanso eterno, la promesa de la vida mejor, lo verdaderamente bueno. Y aún contando con el arma del consuelo, lloramos. Otros, simplemente, lloran sin más.

Pensar en la muerte es pensar en si viene algo después, es asumir un duelo que se daba por descontado, pero que no por ello deja de coger de improviso. Pensar en la muerte es pensar en el fin. Pero la muerte no deja de ser vida: creamos o no en la existencia de ese Cielo de vida eterna, hasta el rabo todo es toro; hasta la muerte todo es vida.

Pensar en la muerte como parte de la vida me lleva a plantearme el interior del paréntesis, entre nacer y morir, ¿qué? Es ahí donde está el quid de la cuestión. Cuando la muerte me toca de cerca no puedo evitar pensar en lo anterior, en esa vida que encierra, en esa vida que incluye. Siempre me quedará la duda de saber si cada una de las personas que he visto marchar están satisfechas con lo vivido, descansan con la tranquilidad de que su entretanto ha sido pleno.

‘Siempre me quedará la duda de saber si cada una de las personas que he visto marchar están satisfechas con lo vivido, descansan con la tranquilidad de que su entretanto ha sido pleno’

Esto me lleva a pensar en mi entretanto, en el entretanto de quienes comparten espacio y tiempo conmigo. Ese entretanto visto desde el fin, esa totalidad vista desde el hoy. Entonces no puedo evitar pensar en si estoy construyendo un camino que me permita descansar estando plenamente satisfecha, que me haga marcharme feliz. Porque, si la cosa va de objetivos, creo que en esta vida, de principio a fin del paréntesis que abarca, el principal debe ser dar y recibir felicidad.

A mí, personalmente, la muerte no me asusta. Lo que verdaderamente me deja traspuesta es la idea de que cuando llegue ese objetivo que tengo marcado esté sin completar. En otras palabras, a mi lo que me acojona es morir mañana sin haber sabido valorar el regalo que es despertar cada día con la oportunidad de ser y dar felicidad. Me resulta un tanto contradictorio reparar en este detalle solo cuando veo apagarse otra vida, como si el día a día no fuese suficiente para pensar en la suerte que es tener en mis manos este don.

Qué pasa por la mente de otros cuando se van es algo que se me escapará siempre, y por mucho que la curiosidad (o la necesidad de saber) me pueda, tendré que convivir con la duda de su satisfacción. En lo que sí que tengo algo más de margen de maniobra es en mi aquí y mi ahora, en la vida plena antes del cierre del paréntesis, en la vida que es vida desde el momento en el que somo alguien en el mundo. Esa vida que quiero celebrar, disfrutar, sentir y amar a cada minuto, esa vida que es un don, que no importa que tenga fin, porque el hecho de que se acabe implica que ha empezado, que he tenido la grandísima suerte de vivir. Y no quiero que pase un día sin aprovechar esta oportunidad.

Cuando me toque a mí me gustaría que me recordasen como alguien que trató de asegurar la plenitud de su paréntesis y, en la medida de lo posible, de quienes allí le acompañaban. No soy quién para mandar en duelo ajeno, pero si se me permite la licencia, cuando sea yo quien marche (espero) al Cielo, no se tenga hacia mí ningún tipo de pena ni dolor, sino que esa felicidad que (espero) haya cultivado se refleje en quienes me hayan conocido, en quienes haya abrazado en mi paréntesis. Así, si alguien se cuestiona si estoy satisfecha con lo vivido no dude nunca de ese sí: la vida, de principio a final, ha merecido toda la alegría que, espero, sepa dar.

Elena Romero

Estudiante de Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid. Muy del arte, muy del Sur, y muy de dejarme atrapar por las vueltas de la vida. De mayor quiero no dejar de aprender nunca.

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Elena Romero
Etiquetas: muertevida

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