Supongo que, como a todos, hay cosas que no soporto de mí misma. Mi incapacidad de mantener una idea fija en el tiempo, el hermetismo autoimpuesto en forma de coraza, la manía de dejar todas las puertas cerrada. Por eso, en un alarde de mejora, he decidido tatuarme en señal de compromiso con esa parte del presente que espero sea futuro, estoy aprendiendo a pasear desnuda por los recovecos más incómodos del alma, he entornado algunas puertas del pasado que creía ya cerradas.

Esto último, el pasado: menuda movida. Me resulta, cuanto menos, paradójico que pueda llegar a abrazar quien soy renegando de los pasos que me han traído hasta aquí. Porque, por mucho que defienda eso de que ningún árbol se hace alto sin echar antes raíces, el pasado y yo no nos llevamos muy bien. Por eso evito mirar atrás más de la cuenta, por eso selecciono y reconstruyo según como me convenga, por eso cambio de tema rápido cuando algo escuece.

En realidad, todas esas cosas que no me gustan de mí tienen un poco su origen en esto. Me cuesta el compromiso porque me aterra la idea de quedarme atrás, me prohíbo sentir de más por si al vaciar me encuentro con trastos viejos, cierro puertas como una obsesa por si a algún fantasma le da por escaparse. Pero, por mucho que cierre puertas, por mucho que me aísle o que huya, eso es algo que va conmigo, que me pesa en la mochila, que me ataca cuando menos me lo espero y me deja completamente fuera de juego.

‘Cierro puertas como una obsesa por si a algún fantasma le da por escaparse’

Dicen que si escuece es porque está sanando, y si tiene que sanar, es porque la herida sigue aún abierta. Jugar a ser ciega está bien para un rato, pero como se encargan de recordar los dermatólogos cada verano, la piel tiene memoria, y lo que hay tras ella también. Si el pasado me quema es porque aún está abierto, porque hay puertas que esconden realidades tan fuertes que por mucho que apriete jamás conseguiré cerrar, porque si quiero ser abanderada de la valentía lo primero que debería hacer es enfrentarme a mis propias guerras.

Por mí y por quienes están conmigo busco ser alguien digno de compañía, digno del amor que recibo sin muchas veces entender por qué. Las cosas que no soporto de mí misma terminan por alejarme de este objetivo, hacen que en lugar de crecer me quede estancada en un orgullo conservador que me aleja del siguiente paso. Qué curioso, ¿no? Todo el tiempo desarrollando tácticas para tirar al pasado a la cuneta para que, al final, acabe varada con él en medio de ninguna parte.

Por eso, por mí y por quienes están conmigo, traigo alcohol y voy a buscar la herida, el cambio, el verdadero avance que, espero, me lleve hasta quien quiero ser. Quizá si miro desde otro ángulo descubra una nueva perspectiva que me ayude a decidir si todas las cajas que hacen bulto en el trastero son para guardar, tirar o rescatar. Como cuando pospongo eternamente la limpieza de mi habitación y al entregarme a la tarea encuentro recuerdos que daba por perdido, y los miro desde la dulzura de quien mira fotos de infancia, o desde la esperanza de quien sabe que aún puede sacar algo de ahí.

‘Llevo tantas cosas a rastras que estoy cansada de cargar’

Llevo a rastras quien alguna vez fui, cada golpe que aún me hace diminuta, cada triunfo que fue peldaño para seguir avanzando. Llevo a rastra la nostalgia y un rincón donde confieso huir cuando el presente que creo controlar se me hace bola. Llevo a rastras la remota posibilidad de traer de vuelta alguna que otra caja del trastero, aunque eso suponga comprometerme de nuevo o permitirme el llanto y la incomodidad. Llevo a rastras un peso que no perdono, y el rencor es el peor de las cadenas que una persona puede cargar. Llevo tantas cosas a rastras que estoy cansada de cargar.

Si en lugar de arrastrar abrazase, si en vez de atar en corto soltase y dejase fluir, salir, desparramarse. Si aceptase la vida como vida. No se trata de volver atrás, sino de parar en seco y mirar bien: igual, todo eso que aún me pesa, ya ni existe. Y con lo que queda yo decido si lo incluyo en el abrazo o lo dejo volar. Se trata de ser congruente: para quererme bien, para saber crecer tengo que quererme completa, y un árbol no se hace grande sin echar antes raíces. Raíces que alimentan y tocan tierra, que dejan a una conectada con el origen. Raíces que, por mucho que hayan sufrido en el crecimiento han sabido despegar. Raíces que una vez fueron vida, que lo siguen siendo día tras día en el compromiso con el cambio, la fortaleza del sentimiento, las puertas abiertas para que pase lo que tenga que pasar.

 

Elena Romero

Estudiante de Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid. Muy del arte, muy del Sur, y muy de dejarme atrapar por las vueltas de la vida. De mayor quiero no dejar de aprender nunca.

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