La columna de Helen

Todos los chicos de los que no me enamoraré

A veces la felicidad me asusta. Sentir que el corazón pilla un ritmo diferente, que hay algo que desborda el control de la norma me da pavor. En cierto modo, entiendo la felicidad como una droga: en el momento sientes que ahí está la plenitud y que nada lo puede superar, pero luego, cuando el efecto se pasa y esa plenitud se desinfla, llega el bajón y con él la sensación de vacío que experimenta quien ha sentido tenerlo todo y, de pronto, se lo quitan.

Por esto, por este miedo quizás irracional al fin de la felicidad, tiendo a poner el parche antes de que salga el grano, a imaginar las infinitas posibilidades de desgracias que pueden ocurrir después del subidón. Una vez alguien me dijo que tenía que permitirme la esperanza, que soñar con la posibilidad de alargar ese tiempo de plenitud no es de locos, sino de realistas: objetivamente todo es un 50-50. Tal vez sea cosa de un instinto autoprotector, o simplemente es que no tengo ni idea de qué va esto, pero tengo la manía de prepararme para un duelo que, en la mayoría de los casos, ni se le ve ni se le espera.

«Una parte de esa preparación al duelo es la nostalgia de la posibilidad: me obsesiona la idea de saber que la elección siempre implica una pérdida, y que por escoger uno u otro camino siempre me voy a perder algo, tal vez un ratito más de felicidad».

Una parte de esa preparación al duelo es la nostalgia de la posibilidad: me obsesiona la idea de saber que la elección siempre implica una pérdida, y que por escoger uno u otro camino siempre me voy a perder algo, tal vez un ratito más de felicidad. Me recreo en todo lo que podría haber sido y no fue, en los libros que me quedan por leer, en todos los chicos de los que no me enamoraré. En ocasiones la prisa por conocer otras opciones me lleva a querer adelantar el final, dando por hecho que la felicidad que busco y rehúyo a partes iguales no está ahí. Por no querer perderme nada, acabo por perderme el proceso, y si algo he aprendido de la vida es que es precisamente eso lo que merece la pena de verdad.

A pesar de ser plenamente consciente de mi contradicción, es todo un reto no ser esclava de ella. No puedo evitar echar de menos todo lo que me queda por conocer o nunca conoceré, perdiéndome lo que estoy conociendo. Luego, cuando llega el fin, me lamento por no haber sabido aprovechar el tiempo, saborear la felicidad que podría a ver descubierto en ese proceso. Una vez más, la pescadilla se muerde la cola y yo me siento más cabezota e imbécil que nunca.

Sin embargo, la movida de ser tan trágicamente cabezota no es esa: la verdadera movida viene cuando llega algo que te cambia radicalmente los esquemas. Entonces, la felicidad se manifiesta en cada ratito que paso con ello, incluso pensarlo hace cosquillitas y no pincha, hasta te da licencia para abrir la posibilidad de que dure un poquito más. Son esas historias que te atrapan entre las páginas de un libro que se instala en el corazón. Es ese viaje que te enseña a vivir de verdad, a dejarte llevar, a grabar a fuego cada minuto y recordarlo siempre como hogar. Es esa persona que, sin saber muy bien cómo, se hace dueña de tu tiempo, te hace guapa, te regala la libertad de elegir, y no quieras elegir a nadie más.

«Después de toda una vida esperando lo que no tengo, huyendo de esa felicidad por miedo a un vacío quizás sin fundamento, ¿es posible abrazar el plan alternativo, la idea de que lo vivido hasta la fecha haya sido una completa insensatez, que esto es lo que vale la pena de verdad?»

Cuando da igual cuántos libros queden por leer, cuántos lugares hay aún por conocer o de cuántos chicos no me enamoraré, cuando todo eso deja de importar, entonces tenemos un problema. Yo, tan acostumbrada a lo efímero y a anteponer todo lo que queda, me desubico si el corazón manda sobre la cabeza, si el miedo se hace pequeño ante una felicidad que se antoja duradera, que no asusta tanto como antes, a la que me podría llegar a acostumbrar. Empieza la batalla entre la norma y la excepción, y es que después de toda una vida esperando lo que no tengo, huyendo de esa felicidad por miedo a un vacío quizás sin fundamento, ¿es posible abrazar el plan alternativo, la idea de que lo vivido hasta la fecha haya sido una completa insensatez, que esto es lo que vale la pena de verdad?

Quizás esa persona tuviese razón y lo único sensato en esta vida es permitirse la esperanza. Quizás sea más una cuestión de entrañas que de planes. Quizás el miedo que creo sentir hacia la felicidad no sea miedo sino emoción. Quizás ese sea el camino que tengo por descubrir. Quizás sean tantas cosas que no sé qué será de verdad. Supongo que, como siempre, es cuestión de dejarse llevar a pesar del miedo, del cambio y del plan. Mientras tanto, seguimos batallando contra la contradicción. El resto, ya se verá.

Elena Romero

Estudiante de Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid. Muy del arte, muy del Sur, y muy de dejarme atrapar por las vueltas de la vida. De mayor quiero no dejar de aprender nunca.

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Elena Romero

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