Me cuesta mirar a la cara a la vida cuando se pone fea. Esto es muy cruel por mi parte: a veces no hace más que quitarse el maquillaje y cogerse un moño, pero yo le sigo negando la mirada, porque si no es la versión bonita y arreglada no la quiero. Conmigo misma me pasa un poco igual. Me cuesta mirarme a la cara cuando sé que por dentro estoy desaliñada. Como ese grano que sale en el centro de la frente y te arruina la semana, y que por mucho que trates de disimularlo con polvos, correctores y trucos mágicos varios sabes que sigue ahí y solo por eso habitar tu cuerpo se convierte en algo claustrofóbico. Por eso, reconozco que me trato con desprecio cuando me sale un grano en el alma.

Como a nadie nos gusta presumir de imperfecciones, pongo sobre ese grano todos los potes que están a mi alcance. Lo escondo, lo transformo, finjo que no existe, desvío la atención. Un sinfín de mecanismos de defensa que he ido desarrollando a lo largo de los años para que de cara a la galería nadie sepa que no estás bien. Pero, al llegar a casa, cuando soy mi única compañía, no puedo renegar más del espejo. Lo miro y lo veo, y trato de aplicar esos mecanismos también conmigo misma. Hasta que llega el día que no puedo ocultármelo más, y estalla.

«Cuando la vista está puesta en el grano el resto del mundo se diluye, se emborrona, se convierte casi en obstáculos que hay que sortear para evitar que se den cuenta de la situación»

Esta cobardía de no saber – o no querer – poner las cartas sobre la mesa a tiempo no solo destruye y distorsiona mi relación conmigo misma, sino que afecta enormemente a mi relación con los demás. Cuando la vista está puesta en el grano el resto del mundo se diluye, se emborrona, se convierte casi en obstáculos que hay que sortear para evitar que se den cuenta de la situación. Sin embargo, cuando todo estalla y no me queda más remedio que levantar la cabeza buscando algo a lo que agarrarme desesperadamente, me doy cuenta de la cantidad de salvavidas que he tenido en el camino y que por mirar solo mi miseria no he sabido alcanzar a tiempo.

Y qué tonta me siento. Qué tonta me siento cuando a todos aquellos que he evitado con el objetivo absurdo de no dejarme ver sin maquillar son los mismos que hace tiempo ya vieron más allá de eso, y aún así decidieron quererme. Qué tonta me siento por despreciar la mano amiga, por creer que llorar me hace débil, por creer que está mal ser débil, por sentirme sola entre algodones. Qué de cosas me he perdido por mirar al grano, cuánta suerte no he sido capaz de apreciar por focalizar mis fuerzas en la imperfección.

«Da igual cómo de rota esté, da igual la de veces que desvíe la mirada hacia mí misma, da igual los intentos fracasados de ocultar el dolor. Da igual todo eso, porque hay quien me mira y ve más allá de eso»

Jamás me cansaré de repetir que soy una privilegiada. Da igual cómo de rota esté, da igual la de veces que desvíe la mirada hacia mí misma, da igual los intentos fracasados de ocultar el dolor. Da igual todo eso, porque hay quien me mira y ve más allá de eso. Hay quien espera que estalle, quien no se escandaliza ante la cara fea de mi vida, quien me sigue queriendo abrazar a pesar de todo. Los hay, están ahí, sabéis quiénes sois.

La cura del alma no la tengo yo. Nunca me salvaré regodeándome en la herida. Nunca podré lidiar sola con el dolor. Cuanto más me empeñe en ocultarlo, más agobiante será habitarme, y por la cuenta que me trae más me vale llevarme bien conmigo. La clave no es mirar abajo, es mirar adelante. Es observar el mundo, reconocerlo, desprenderse de prejuicios y anhelos de perfección, clavar la pupila en esa pupila que es dueña del amor que salva. La clave está en sentirse pequeño y dejarse querer. Si miramos más allá del grano, reconoceremos la vida.

Elena Romero

Estudiante de Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid. Muy del arte, muy del Sur, y muy de dejarme atrapar por las vueltas de la vida. De mayor quiero no dejar de aprender nunca.

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Elena Romero

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